
Una madre en Texas siente que ya no es seguro caminar con sus hijos a la escuela.
Una tienda de comestibles en Virginia perdió a los carniceros de su mostrador de carnes.
En un huerto de cerezas en Oregón, las bayas sin recoger se están pudriendo bajo el sol.
Y en un centro comercial de Georgia que antes estaba lleno de compradores, una vendedora de joyas suspira durante una reciente tarde de verano mientras observa la escena desolada.
“Es como si un día todos se hubieran esfumado de repente”, dice María López.
DIARIPAISRD.COM***INFORMACION INTERNACIONAL PRODUCIDA EN LOS EE.UU. La vida cotidiana está cambiando en muchas comunidades de Estados Unidos a medida que el presidente Donald Trump y su administración intensifican su ofensiva inmigratoria. Las autoridades prometen llevar a cabo la mayor operación de deportación en la historia, encarcelar a más inmigrantes indocumentados y eliminar los abusos en el sistema migratorio.

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Con poco más de siete meses, es pronto para saber si lograrán todos los objetivos que se han propuesto. Pero con una inyección masiva de recursos al presupuesto del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas, su mensaje no podría ser más claro: esto es solo el comienzo.
Las autoridades están incrementando las detenciones y arrestos en operativos muy publicitados. Y mientras el temor a redadas migratorias se extiende, se desarrolla otra historia más silenciosa, pero igual de dramática.
No hay comunicados de prensa cuando una familia inmigrante desaparece en las sombras. Pero reporteros de CNN en todo el país comienzan a ver cómo es esa situación y los inesperados efectos secundarios que pueden surgir.
“Todo ha cambiado” en un lugar de compras para quinceañeras que antes era muy popular
Durante años, Lupita Batres fue testigo privilegiada mientras generaciones de jóvenes se preparaban para momentos de alegría. Desde su puesto de venta de faldas, bufandas y bolsos artesanales en Plaza Fiesta, observaba a las chicas ir de tienda en tienda en busca de vestidos lujosos para quinceañeras y confirmaciones. Veía a miembros de la familia elegir regalos. Y, en ocasiones, ayudaba a alguien a encontrar el obsequio perfecto.
Ahora, dice, ese tipo de clientela prácticamente ha desaparecido del centro comercial en las afueras de Atlanta.
“No he escuchado que nadie haga fiestas, quinceañeras o bodas en este momento”, dice Batres. “Y si lo hacen, ay Dios mío, ¡qué riesgo!, ¿verdad? Estar en una fiesta así.”
En una tarde de viernes, Batres acomoda cuidadosamente pulseras y artesanías mientras espera a los clientes. Hasta el momento, ninguno ha llegado. En algunos días, afirma que las únicas caras que ve son las de otros vendedores. Hay clientes que incluso evitan las tiendas de comestibles, dice, mucho más aún las de regalos.
“Mandaron a otras personas a hacer sus compras, alguien con papeles”, cuenta. “Ha cambiado todo, incluso la manera en que nos alimentamos.”
“La gente tiene miedo de ser arrestada solo por estar fuera de casa. Siempre está esa tensión, esa sensación de que algo podría pasar. Y es agotador”.
María López, vendedora de joyas
María López, quien ha trabajado por 14 años en una joyería de Plaza Fiesta, dice que el centro comercial nunca había atravesado por una situación como esta.
López recuerda cuando Plaza Fiesta era tan popular que llegaban visitantes de otros estados en el sureste del país. El centro comercial, antes en ruinas, vivió una transformación en los años 90 cuando los desarrolladores lo convirtieron en un mercado dedicado a la creciente comunidad latina. Los fines de semana, las tiendas vibraban de vida. El bullicio llenaba los pasillos, los niños corrían hacia el área de juegos y las filas se extendían por la zona de comidas. Ahora reina un silencio inquietante.
“La gente tiene miedo de ser arrestada solo por estar en la calle”, afirma López. “Siempre hay esa tensión, esa sensación de que algo puede pasar. Y es agotador.
En el negocio de diseño gráfico de Iván Marín, una vitrina exhibe filas de invitaciones de quinceañera brillantes y elaboradas. Antes era común que recibiera pedidos masivos de invitaciones para fiestas, así como de camisetas para reuniones familiares, vacaciones en Disney y eventos comunitarios. Pero ya no.
“Todo ha cambiado. … Ahora la gente no viaja. Las fiestas en casa están muy restringidas,” dice. “Es solo la familia.”
Tras 10 años en EE.UU., canta sus últimos himnos con el coro de su iglesia
Una mujer de cabello rizado recogido en un moño sonríe mientras atraviesa el santuario de su iglesia en Maryland, donde la luz se cuela a través de los vitrales.
La inmigrante indocumentada de 38 años, quien pidió ser identificada por su apellido, López, siente que se ha quitado un peso de los hombros. Pero hace un mes, todo era mucho más oscuro.
Esa noche, López corrió a la sala de emergencias. En El Salvador había trabajado como enfermera. Nunca fue de las que exageran los problemas de salud. Por el dolor que sentía, estaba convencida de que tenía un infarto.
Hasta el día siguiente, cuando los médicos le dijeron que su corazón estaba bien. Lo que había sufrido era un ataque de ansiedad, le explicaron.
Fue entonces cuando López supo que debía hacer un cambio. La preocupación por redadas migratorias la consumía. Cada tarea cotidiana parecía, de repente, llena de peligro.
López amaba a EE.UU. y alguna vez soñó con traer a sus hijos a vivir con ella. Ahora, los riesgos ya no valen la pena. Recientemente, López compró un boleto de avión para regresar a El Salvador, donde espera usar los ahorros de más de una década como gerente de restaurante en EE.UU. para abrir su propia farmacia.
“Me siento tan feliz de irme”, dice. “Una vida con miedo no es vida”.
El padre Vidal Rivas afirma que la integrante del coro no es la única persona de su congregación en la Iglesia Episcopal de San Mateo, en Hyattsville, que ha decidido irse.
Desde hace semanas, observa los bancos durante la misa del mediodía y nota muchas menos personas presentes. En un servicio al que solían asistir más de 200 personas, ahora aparece apenas la mitad.
Él atribuye parte de la baja asistencia al receso de verano, y muchos fieles aún asisten. Pero Rivas afirma que, en los últimos días, varias familias le han dicho que dejarán EE.UU. También ha recibido llamadas de feligreses que prefieren quedarse en casa y consideran que ir a la iglesia es demasiado riesgoso, especialmente porque la congregación es mayoritariamente inmigrante.
Rivas intenta tranquilizarlos. Ahora las puertas de la iglesia permanecen cerradas durante los servicios, hay avisos de “prohibido el paso” y los videos de las misas que se suben a Internet no muestran los rostros de los feligreses. Y cree que el hecho de ser una iglesia conocida debería ofrecer algo de protección.
“Eso nos da cierta protección, porque es una iglesia muy visible”, dice.
Pero durante los anuncios de los eventos de la iglesia, Rivas también recuerda a los fieles que llenen formularios designando tutores para sus hijos, por si alguno es detenido o deportado.
Cuando se entera de familias que deciden irse por voluntad propia, le preocupa la crisis económica que podría enfrentar la iglesia si se van demasiados miembros. Pero más aún, le resulta devastador pensar en todo el talento que pierde la comunidad.
“Me siento tan feliz de irme. Una vida con miedo no es vida”.
Una mujer de 38 años en Maryland que decidió volver a El Salvador
El hombre que siempre sabía cómo arreglar cualquier cosa. Las integrantes de los comités que organizaban rifas y ventas de pasteles. El lector cuya voz recia daba vida a los pasajes bíblicos. Y ahora, la cantante siempre sonriente de la primera fila del coro.
Sus amigas del coro no creían que se marchaba hasta que les mostró su boleto de avión.
“Me dicen la alegría del coro, porque siempre me estoy riendo y haciendo bromas”, cuenta López.
Pero últimamente, dice López, ha sido mucho más difícil ser alegre. El miedo ya hizo que el coro dejara de ensayar en las casas de los miembros. Solo ahora, mientras se concretan sus planes de irse, puede sentir que regresa su alegría. Fue difícil compartir la noticia con el coro, dice, que se ha convertido en una familia. Está lista para dejar atrás Estados Unidos. Pero el amor de este grupo, dice López, es algo que siempre llevará consigo.
En vez de recolectar cerezas, están en casa con las cortinas cerradas
Lisa y sus tres hijos se sientan con las cortinas cerradas en su casa del centro de California.
Normalmente, en esta época del año estarían en Oregón recogiendo cerezas. Son parte de los muchos trabajadores migrantes que viajan a diferentes lugares a lo largo de la costa oeste de Estados Unidos a medida que cambian las estaciones. Pero este año, con el aumento de la vigilancia migratoria, decidieron no hacer el viaje.
Lisa, quien pidió ser identificada con un seudónimo porque varios miembros de su familia son indocumentados, está protegida contra la deportación por el programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA, por sus siglas en inglés) de la era Obama. Pero sus padres y su esposo no lo están, y son muy conscientes de que hoy en día el más mínimo error podría llevarlos a la cárcel.
Así que este verano, en lugar de viajar a Oregon y disfrutar del aire libre, ha estado quedándose en casa con sus tres hijos ciudadanos estadounidenses tanto como sea posible. Los niños intentan entretenerse con la televisión y los videojuegos, pero su aburrimiento es evidente. Cuando CNN los visitó recientemente, un niño estaba sentado solo lanzando un frisbee al aire.
“Nos encanta el aire libre, allá en Oregon. Solíamos ir a las cascadas, a todos esos lugares hermosos”.
Una madre que permanece en casa con su familia en California
“Nos encanta el aire libre, allá en Oregon. Solíamos ir a las cascadas, a todos esos hermosos lugares que tienen. Era muy divertido para nuestros hijos. Y para nosotros también”, comenta Lisa.
Lisa sabe que quedarse en casa está afectando a su familia; al pasar mucho menos tiempo jugando bajo el sol, recientemente diagnosticaron a su hija menor con deficiencia de vitamina D.
Pero aun así, fuera de su casa, Lisa siente que los riesgos son mayores. Está considerando educar en casa a sus hijos en otoño, solo para estar seguros.

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En sus huertos de cerezas en el norte de Oregon, Ian Chandler afirma que muchos trabajadores migrantes, como la familia de Lisa, no se presentaron este año debido al aumento de los operativos migratorios en California.
“Eso tuvo un efecto desalentador para quienes querían mudarse”, comenta Chandler.
El resultado: las cerezas se están pudriendo en los árboles, lo que, según Chandler, le está costando al menos US$ 250.000 dólares en ingresos.
En Woodbridge, Virginia, Carlos Castro, dueño del supermercado Todos, también enfrenta escasez de trabajadores, aunque por razones diferentes.
Recientemente tuvo que dejar ir a los carniceros y panaderos que había capacitado para trabajar en su tienda, después de que la administración Trump revocara sus permisos de trabajo al poner fin a los programas de permiso de “parole” humanitario para nicaragüenses y venezolanos.
“Tenían trabajos importantes… que no se pueden reemplazar fácilmente”, afirma. “Excelentes empleados, esto es lo más triste, personas productivas con el deseo de cuidar a sus familias, de salir adelante; les quitan las visas y les dan una carta con el número de días que tienen para irse del país. Y luego para nosotros, como empresa, nos quedamos corriendo para cubrir sus puestos.”
“Lo que antes se podía hacer rápido ahora toma más tiempo, y la gente se desanima, se va y no compra nada”.
Carlos Castro, dueño de una tienda de comestibles en Virginia